domingo, 17 de marzo de 2013

Los que son más papistas que el Papa




Todo pasa vertiginosamente entre nosotros.
En menos de diez días murió el Comandante Hugo Chávez, los ingleses hicieron el referéndum en Malvinas, ardió la ciudad de Junín y el Vaticano eligió un Papa argentino.  
Que lloremos a Chávez y lo llevemos de bandera, como a Néstor Kirchner, se entiende.
Que denunciemos la maniobra británica por ilegal y trucha, se entiende.
Que nos preocupemos por las causas que empiezan a explicar la violencia y el desgobierno en Junín, se entiende.
Que los genocidas, por un lado y los opositores políticos, por otro, se cuelguen de la sotana de Francisco el Papa para ver si zafan, unos de la cárcel y otros del castigo de las urnas, se entiende.
Lo que no se entiende es ese afán sobreactuado de, oficialistas algunos, opositores otros, por querer mostrarse más papistas que el Papa.
Los códigos de la política y la diplomacia de Estado indican que es de buen gusto y de civilizados saludar al ungido en Roma, desearle éxitos en su misión y predisponerse a acompañar sinceramente todo lo que de bueno sea para su rebaño de fieles e infieles, hijos todos de Tata dios.
Pero las buenas costumbres no están reñidas con la memoria.
El que ocupa ahora el trono de San Pedro es el mismo Bergoglio que fuera denunciado por familiares y víctimas de la represión durante la dictadura cívico-militar.  
Y es el mismo directivo de la Universidad del Salvador cuando allí se premió al genocida Massera.
Y es el mismo que disparó munición gruesa contra los gobiernos de Néstor y Cristina cuantas veces se le vino en ganas.
Y es el mismo que acusó a la ley de matrimonio igualitario de ser parte de un plan del diablo contra dios.
Como si se olvidaran mágicamente de estos datos duros, algunos creen que 115 cardenales son capaces de borrar las huellas dactilares del pasado de Bergoglio y santificarlo con una fumata de humo blanco. Y no es así.
Si se llama Francisco es porque precisamente viene a reparar la casa que se hunde, que no es la Casa Rosada donde habita la representación del pueblo de su patria original, sino la Casa de la Iglesia que es el Vaticano y las mil y una catedrales y capillas donde se produjeron los casos atroces de corrupción y pedofilia.
Es de una mediocridad que espanta ver a dirigentes que se muestran de buenas a primeras como pasionarios jesuitas, chauvinistas clericales de la primera hora.
¿Qué necesidad  hay de hacerlo?  ¿O acaso alguien piensa que este proyecto de país en democracia se forjó al calor de la jerarquía eclesiástica o de otra jerarquía distinta a la que emana de nuestro propio pueblo?
Tampoco se pretenda que sean las Madres ni las Abuelas ni los Hijos ni los que siempre bancaron la defensa irrestricta de los derechos humanos quienes deban convertirse y  recitar  ahora los nuevos mandamientos de Bergoglio. Es él quien debe desandar, si lo desea, la distancia que mantuvo con el dolor de un pueblo cuando arrojaban Cristos y Magdalenas al mar y al río.   
El desvelo de los militantes populares debería pasar por estar al lado de los que no aceptarán jamás reconciliarse con sus verdugos. A ellos hay que acompañarlos, siempre.
Toda la buena onda con el Papa. Que le vaya bien así en el cielo como en la tierra, o sea, ante los tribunales de la justicia humana que juzga los crímenes de la dictadura y sus complicidades.  
Memoria, verdad y justicia vale para todos.
En el intento de elevar el análisis de la realidad, preferimos analizar  el contexto histórico donde suceden las cosas, más allá de las personas.
Desde esta mirada, estamos convencidos que esta América Latina del siglo XXI, con sus más y con sus menos, provoca que un poder como el de la Iglesia católica tenga la necesidad de proclamar soberano a un hombre de sotana criolla.
¿Será para frenar el cambio de época o para profundizarlo? 
Quí lo sá. Pronto lo sabremos. Pero si la región fuese un cero a la izquierda en el tablero mundial ¿a quién le importaría poner allí un Papa, sea conservador, progre o peronista? 
El mundo actual es geopolíticamente diferente al de los años ochenta y noventa del siglo pasado cuando sucedió,  por ejemplo, la caída del Muro de Berlín.
La hegemonía cultural del neoliberalismo conservador, la desaparición del campo socialista y la retirada de los movimientos nacionales populares fueron sus rasgos distintivos.
Traspolar aquella situación liderada religiosamente por Wojtyla con esta de ahora, es  un punto de fuga en cualquier análisis que presuma de serio. Una mesa chica de cardenales, banqueros y estrategas de papiro lo podría intentar, claro que sí.
Pero si ellos no cambiaron, tendrían que entender que el mundo sí cambió. Empezando por América Latina.
Una metáfora fue la escarapela de la santa madre iglesia prendida en la solapa de los genocidas juzgados por lesa humanidad.
Lo cierto es que la Presidenta de los argentinos asistirá a la coronación del nuevo Papa,     como corresponde a su investidura, encabezando una delegación genuinamente plural y nacional. Y vaya si la historia gusta de las paradojas: la que festeja como un triunfo propio la designación de Bergoglio es la derecha conservadora en cualquier  variante opositora, de derecha a izquierda y viceversa. Pero la que convoca a Roma, en tanto Jefa de la nación y el pueblo, es Cristina. ¡Ole!    
De Clarín y La Nación y sus repetidoras no hay nada nuevo que decir.
Si son más ingleses que los ingleses ¿por qué no habrían de ser más franciscanos que Francisco?
El problema para esta oposición mediática es que a meses de volver a las urnas, los que eligen diputados y senadores no son los 115 cardenales que eligieron a Bergoglio, sino un padrón de votantes de 30 millones de personas. Y allí te quiero ver.
Sus golpes de efecto propagandístico duran menos que un suspiro. Viven de espejismo en espejismo y para colmo, la Presidenta nunca cae en sus emboscadas. Hace política. Construye. Dialoga con su pueblo. Camina el territorio.
Tanto camina que ahora va hasta el Vaticano  a saludar, como se debe, a un Papa nacido en la Argentina, como ella.

Miradas al Sur, domingo 17 de marzo de 2013




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