viernes, 12 de septiembre de 2008

EL DÍA QUE SALVADOR ALLENDE NOS INTERPELÓ A TODOS


(por Jorge Giles, 11/09/2008)
Su voz sonó tan dulce como estridente, tan suave como metálica, creía que se estaba despidiendo pero el reloj de la historia sudamericana apenas iniciaba el tañer de las campanas anunciando al hombre nuevo que lo habitaba por dentro.
Se llamó Salvador Allende y fue Presidente de Chile porque lo eligió su pueblo, los pescadores, los poetas, los ferroviarios, los maestros, los profesionales, los campesinos, los trabajadores. La crónica de esos días cuenta que un tal Pinochet ordenó su asesinato el 11 de setiembre de 1973. En el Palacio de La Moneda, en Santiago, ese día nacía con su muerte, el símbolo más digno y sublime de la democracia profunda y sureña de nuestra América.
Su voz sonó, dijimos, por última vez, pasadas las 9 de la mañana de nuestro meridiano. Habló para la historia y nos interpeló para siempre a todos. Y dijo:
“…Yo no tengo pasta de apóstol ni de Mesías. No tengo condiciones de mártir, soy un luchador social que cumple una tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile: no daré un paso atrás. Que lo sepan, que lo oigan, que se lo graben profundamente: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera”
Siguió hablando como si estuviera blandiendo el sable del Libertador O’Higgins, derrotando con su temple a los traidores del futuro, dando una lección de vida en ese último minuto que ya se le escapaba. Él más que nadie lo sabía y sentenció:
“El proceso social no va a desaparecer porque desaparece un dirigente. Podrá demorarse, podrá prolongarse, pero a la postre no podrá detenerse”
Tenía tanta razón que en eso andamos, Presidente Allende, viendo cómo su mirada se volvió a posar entre nosotros con su sentencia, alumbrando los nuevos retoños de su martirio. Desde el llano y el joropo venezolano del Presidente Chavez, el san juanito y la risa joven de Rafael Correa, el samba alegre de Lula da Silva, Discepolín y Manzi en el tango de Cristina Fernández de Kirchner, el candombe de Tabaré Vazquez, la guarania azul de Fernando Lugo, la diablada de Evo Morales, Presidente originario de esta Bolivia que queremos tanto, Michelle Bachelet bailando una cueca de Violeta Parra. Están todos custodiando su memoria desde la alegría, Presidente Allende. Todos cantan, bailan y vuelven a nacer otra vez con Usted en este día. Y es bueno que lo sepa Presidente.
Cuando Usted dijo ese día:
“El mañana será del pueblo, será de los trabajadores. La humanidad avanza para la conquista de una vida mejor”, sabría seguramente que estaba sembrando a los vientos el mensaje de una conducta de honor latinoamericano.
Luego, se acomodó sus eternas gafas para mirar la historia grande que tenía por delante, ordenó el repliegue de sus últimos compañeros leales y por primera vez todos lo desobedecieron. Dicen que se paró al lado de su escritorio y sin consulta alguna más que con su deber y su conciencia, dijo:
“Seguramente, ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas un castigo moral para quienes han traicionado su juramento…colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente…podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos. Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.
Cuesta ahora seguir con la palabra por que la palabra es suya hoy más que nunca. Ojalá podamos cumplir con su mandato porque de eso se trata su interpelación. La historia la hacen los pueblos, es cierto, pero cuánto aprecio y valor merecen las virtudes democráticas de gobernantes como el socialista Allende.
Que nos duela una y mil veces su muerte, no para un suplicio eterno en prosa destemplada, sino para entender definitivamente que desde este proceso que hoy vive el sur de América, tenemos el deber de construir caminos de más justicia, más libertad, más democracia, más Estado, más Nación, más unidad de nuestros pueblos. Si no lo hacemos así, si desertamos de este momento en que es posible avanzar y soñar, la historia no podrá disculparnos. Y entonces, que cada uno cargue con su propia mochila.
Las gafas rotas de Salvador Allende custodian nuestros sueños pero también esperan que sigamos siendo capaces de rescatar su mirada de eterno militante de la vida.

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